El apagón que dejó sin luz… y sin razón

El otro día bastó un apagón para que todo se descontrolara. Unas horas sin electricidad, y de pronto, supermercados llenos, estanterías vacías, personas haciendo colas interminables para llevarse lo que fuera: agua, velas, comida, baterías, papel higiénico… como si el mundo se acabara esa misma noche.

No fue la falta de luz lo que más me impactó, sino la falta de pensamiento. Porque no pasó ni medio día y ya estábamos en modo pánico, comprando sin medida, sin saber por qué, sin preguntarnos si realmente era necesario. Actuamos como si el miedo nos programara, como si pensar fuera un lujo que no podemos permitirnos en una emergencia.

Es cierto, un apagón inquieta. Nos saca de la rutina, nos confronta con nuestra dependencia a la electricidad. Pero de ahí a vaciar supermercados sin pensar hay un abismo. ¿Qué nos pasa como sociedad que apenas sentimos una amenaza salimos a comprar compulsivamente? ¿Cuándo dejamos de confiar en que las cosas se pueden resolver sin entrar en caos?

Lo más triste es que, mientras algunos acaparan por miedo, otros no consiguen lo justo para pasar el día. Esa reacción egoísta, impulsiva, se contagia más rápido que cualquier virus. No pensamos. Solo seguimos el impulso colectivo de “por si acaso”. Pero ese “por si acaso” es el que genera escasez real.

El apagón pasó. La luz volvió. Pero quedó la sensación de que no aprendemos. Que seguimos reaccionando con miedo antes que con cabeza. Que nos dejamos llevar más por el ruido que por la razón. Y si no empezamos a cambiar eso, el próximo corte —sea de luz, de agua o de certezas— volverá a encender el mismo miedo irracional.

Pensar no debería apagarse nunca, ni siquiera cuando lo hace la luz.